Cartas para Dios
Carta 1
Amado Dios,
Quiero comenzar expresándote mi más sincero agradecimiento
por todo lo que nos has dado. Señor, tu presencia se manifiesta en toda su
gloria, tanto en el cielo como en la tierra; eres verdaderamente hermoso.
Los amaneceres palidecen ante tu incomparable belleza, y
aunque no pueda verte físicamente, entiendo que, si el arte es espectacular, el
artista debe ser aún más grandioso. Anhelo el día en que podamos encontrarnos
cara a cara, y esa reunión sea eterna.
Te bendigo, Señor, porque eres grande y único. Ningún Dios
se compara a ti. Tu santidad y bendición merecen alabanza. Reconozco mi
pequeñez como un siervo inútil, pero deseo corresponder a tu infinito amor.
Al despertar, contemplo cómo tu misericordia nos rodea. Abro
mis ojos y veo tu gloria en todo lo que me rodea: las majestuosas montañas
cubiertas de bosques, los ríos que fluyen, los animales que corren y saltan, y
las aves que cantan para exaltar tu nombre. ¡Eres verdaderamente grande, mi
Señor!
El sonido de los ríos, el movimiento del agua entre las
piedras, las hojas que caen de los árboles, el rocío de la mañana que nutre la
naturaleza, y hasta las hormigas trabajando en equipo son testimonios de tus
maravillas. Mi alma no puede comprender tanta belleza, pero reconoce que
proviene de tu creación.
Cuando nos creaste, todo era bueno, pero cometimos errores y
pecados. A pesar de ello, tu amor se manifestó en forma humana, llevándote a la
cruz para redimirnos. Estás rodeado de gloria, y todo ser que respira debe
alabarte.
Mi confianza está puesta en ti, mi Señor, y no temeré mal
alguno. Aunque mi alma pueda desfallecer en ocasiones, sé que has extendido tu
poderosa mano hacia mí. No puedo dejar de proclamar las maravillas que haces;
clamé a ti, y me escuchaste.
Tu palabra nos recuerda que eres el Hombre para que te
recordemos y el Hijo del Hombre para que te visitemos. Gracias por buscarme,
como el pastor que va en busca de la oveja perdida.
A pesar de los intentos del mundo por apartarnos de ti, solo
en ti encontramos palabras de vida eterna. Eres nuestro refugio, nuestra torre
fuerte, la ciudad amurallada en la que hallamos consuelo en medio de las
dificultades.
Bendito seas, Señor, por cada prueba que enfrentamos, pues
nos ayuda a mejorar y a ser mejores siervos tuyos. En las noches, medito y
comprendo que no tienes límites, que nos has guardado hasta este momento. No
hay comparación cuando hablamos de tu santidad.
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